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En un mundo donde la invisibilización y el distanciamiento social nos preocupan a todos, el lenguaje claro es un tema recurrente. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los profesionales, de las redes y de las asociaciones, delimitar el concepto de claridad lingüística sigue siendo un desafío debido a la variedad de interpretaciones y enfoques que existen alrededor de este tema.

Comunicarse con claridad no solo presupone una destreza individual, sino también una decisión consciente que los hablantes pueden tomar en sus interacciones diarias. Esta actitud trasciende el ámbito personal y se ha convertido en una política de Estado en muchos países.

La implementación del lenguaje claro es una de las acciones que se requieren para una buena gobernanza. Esta iniciativa no solo implica la comunicación clara y comprensible de las decisiones y de los procedimientos, sino que también se entrelaza con otras medidas clave para mejorar la administración pública, como la digitalización, la desburocratización, el abandono del uso del papel y la multiaccesibilidad. Solo trabajando en interdisciplina y con un diseño estratégico que potencie la sinergia entre las entidades gubernamentales se logrará privilegiar la transparencia y la participación de todos los ciudadanos en igualdad de condiciones.

Aunque existen aspectos de la claridad que pueden ser compartidos entre distintas culturas, lo que puede ser claro para unos puede resultar confuso para otros. En consecuencia, no existe un único lenguaje claro universal, sino que varía según la idiosincrasia de los participantes de la situación comunicativa, sus conocimientos previos sobre el tema, su estado emocional y la dinámica de la relación entre ellos. Cabe señalar, además, que el lenguaje claro no se limita al ámbito jurídico-administrativo, sino que abarca cualquier situación en la que se transmita información que impacte la vida de las personas, como el ámbito de la salud o el tributario.

Por lo tanto, el lenguaje claro no es una entidad estática y uniforme, sino más bien un concepto dinámico y adaptable, que varía según el propósito y el contexto de interacción. La claridad lingüística exige la flexibilidad y la capacidad de adaptación por parte del emisor del mensaje para garantizar una comunicación efectiva, respetuosa y significativa en todas las situaciones.

Si bien hace algunos años que se viene tratando el problema de la oscuridad en las comunicaciones oficiales dentro de nuestro país, durante el año pasado se hicieron visibles algunos cambios en la promoción de la claridad como recurso de acercamiento del Estado a la ciudadanía: se promulgaron leyes y documentos que enfatizan la inclusión y el acceso a la información, y se publicaron manuales de lenguaje claro en diferentes ciudades y provincias, entre otros documentos que apuntan a una naturalización de las nuevas formas de comunicarse.

Este cambio refleja, por parte de la administración pública, un gesto de reconocimiento de la diversidad de experiencias y necesidades entre las personas, y realmente son meritorias las políticas que se han implementado para adoptar estrategias más empáticas y efectivas. Es más, a diferencia de lo que ocurre con otros países, en la Argentina, las iniciativas de lenguaje claro trascienden las ideologías y las afiliaciones partidarias. Como todo proceso, llevará tiempo la implementación completa, pero ya se está haciendo visible un viraje, que orienta los esfuerzos de muchas personas hacia una sociedad más unida, basada en la armonía y el respeto por las diferencias individuales.

Doctora en Letras, profesora titular de la Escuela de Letras, Facultad de Filosofía, Historia, Letras y Estudios Orientales de la USAL.

Nuria Gómez Belart

FUENTE: LA NACION

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